XXX años de amores con la UCV. MI primer día de clases. III Parte

Vengo de una generación que pedía cola en los ramales de las autopistas. Foto FP

Para Armando Pernía, con el antipatía de ayer, con el afecto de siempre


Un día de febrero en 1983
Son las 2 am y no puedo coinciliar el sueño. Desde El Junquito baja un frío bestial. Vuelvo a mirar el reloj. Me asomo al balcón. Las estrellas parecen indiferentes a mi insomnio. En un arrebato de inspiración, pienso “y si agarro la Grand Master, y me voy a puro pedal a la Universidad”, pero elimino ese pensamiento, tan solo al reparar en los chorros de sudor y de que me vería ridículo debutando en la “Casa que vence la sombra” a lomos de una cacho e vaca…
3:30 am: ni contando ovejitas, ni pensando en la varita mágica de la Señorita Cometa, ni siquiera tomando tilo me puedo quitar la emoción por mi primer día de clases. Cuando fui a la Católica recuerdo que fue un 4 de octubre de 1982 y una semana antes había reparado física de quinto año, por lo que fui recansado a esa magna institución. Pero este nuevo sentimiento  era más fuerte que cualquier otra cosa. Ya iba a ser un Ucevista, un U-C-E-V-I-S-T-A, letras que me cambiaban la vida para siempre. Y para bien!
5:00 am: no me aguanto más y arranco a la calle. La avenida San Martín está imposible. Me desespero un poco, pero a la altura de Parque Central, el camionetero le da chola pareja hasta la cola reglamentaria en las adyacencias del horrendo elevado que había cerca de Plaza Venezuela.
Camino despacio, veo las canchas de tenis, siento el olor de comida a lo lejos, siento que atrás dejé las pendejadas de bachillerato y voy a la Grandes Ligas. “What a feeling” canta Irene Cara en mi cabeza y yo quiero bailar como los chamitos de Fama, en unos banquitos verdes de madera. Desde las 7:15 am, seré un alumno de comunicación social de la Universidad Central de Venezuela.
Llega la gente. No conozco a nadie, salvo a un chamo de Guayana, de una vaina que llaman Upata y de paso tocamos en el mismo salón.  Frenazo: en los pasillos veo a mi archirrival en el liceo “Luis Razzetti”, Armando Pernía, quien se mueve como pez en el agua, porque es un chamo que maneja la dialéctica y la política dura, porque es del PC. Lo saludo aunque la antipatía es mutua. Tiempo después será mi amigo y hasta me tenderá la mano en momentos críticos de mi vida. Quién lo diría.
Primera clase, Informativo I con el profesor Hernán Guerrero (había escrito Romero, porque así se llama un querido dirigente deportivo y social). Un tipo cool, tranquilo, sacado del “Daily Planet” aunque con un pelo de sobrepeso.
“La noticia es algo tan fuerte, que usted ha de sentir que le agarra por la pechera de la camisa”, sentencia el profe Romero y eso se me quedó grabado para siempre. Pero el momento de la verdad llega, al entrar en la sala de máquinas Olivetti, mezcladas con algunas Remington, para ver el primer Taller de Redacción.
La profesora Andrea Martínez es nuestra amable docente: chiquitica, dura, sin concesiones, dicta las pautas de lo que se constituye en la “bestia negra” de los estudiantes, que como yo, pensábamos que con sacar buenas notas en castellano de bachillerato, la vaina estaba resuelta. En la primera práctica, viene el cable a tierra.
En una cuartilla, una hojita tamaño carta, a doble renglón y de 25 líneas, acumulo 83 errores ortográficos (¡!!!!!!). Será que yo no sirvo para esto?
Oigo hablar de un tal Alfredo Maneiro, que parece fue muy popular en el movimiento estudiantil y mucho más en los Portones de Sidor. Veo a Alí Primera en lo que era el estacionamiento del Rectorado, oficina que ocupaba el Dr Carlos Moros Ghersi. José Ignacio Cabrujas me echó una bocanada de humo cerca de la Escuela de Artes. Estoy alucinando. Estoy donde quería estar.


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